viernes, junio 30, 2006

siempre gana el 22

Jan se sienta en la mesa de la ruleta. Sólo le quedan tres fichas y parece fuera de sí.

Mientras Rick se acerca, el croupier se acerca a Jan.

- ¿Quiere seguir apostando, señor?
- No, creo que no.

Rick está de pie detrás de Jan.

- ¿Has probado con el 22 esta noche? Te dije el 22.

Jan mira a Rick, luego a sus fichas.
Las coloca en el 22.
Rick y el croupier cruzan la mirada. El croupier comprende lo que Rick le está pidiendo. Hace girar la ruleta.
Carl sigue atento al proceso, fascinado.
La ruleta se para.

miércoles, junio 28, 2006

método paimore

Y todas las estaciones le parecían iguales. Los andenes, los pasajeros, las colillas en la vía, los durmientes de hormigón. Y esa mañana se equivocó al bajar, y echó a andar en dirección a su trabajo, y pese a que pronto advirtió el error pensó que debía continuar, confiando ciegamente en que surgiría de la nada el edificio acristalado de oficinas. No le importaba caminar toda la vida. Seguía la dirección correcta. En la ciudad equivocada.

martes, junio 27, 2006

y corrió a contárselo a mamá

"En cierta ocasión, cuando éramos vecinos, le pregunté al Director por qué no había abandonado el valle, por qué no huía de la prisión, de mí, de los jóvenes e ignorantes guardias, de las campanas ubicadas al otro lado del lago y de todo lo demás. Durante años, había tenido la oportunidad de marcharse y nunca la había aprovechado. —Sólo me toparía con más gente —me contestó.
—¿No le simpatiza ningún tipo de gente? —indagué. Como estábamos bromeando, me atreví a formularle esa pregunta.
—Hubiera preferido ser un pájaro —repuso—. Que todos hubiésemos sido pájaros."

Kurt Vonnegut (Hocus Pocus)

arqueología

chimeneas herrumbrosas y
un caserón con
mil ventanas

cemento de clase media

la ilusión
de una vida
frente al mar

serán un buen legado

(y el aliento
de un cigarro apresurado
en el andén
hacia el trabajo)

lunes, junio 26, 2006

interferencias

La primera vez que vi nevar la tormenta nos sorprendió en casa de mis abuelos, en un pueblo escondido del Montsant. Recuerdo que mis padres recogieron rápidamente la ropa y nos montamos en el coche. Salimos por el camino más largo, donde mi padre supuso que no habría nieve. Se equivocó. El camino fue eterno para ellos, pero yo, con el pequeño transistor a pilas disparando interferencias sobre mis rodillas, miraba por la ventanilla empañada un paisaje totalmente desconocido, sabiendo que jamás vería otro igual. Papá condujo con extrema prudencia, evitando en lo posible las placas de hielo y la nieve acumulada en la calzada. Aquí y allí algún coche con menos suerte había dado con sus huesos en la cuneta, o se había detenido contra un pino en su descenso por el terraplén. Poco después de cruzar un puerto, en una curva pronunciada, perdió el control del auto. Recuerdo perfectamente el vértigo que sentí, entre divertido y asustado, cuando el 133 giraba sobre sí mismo directamente hacia el barranco. Recuerdo el golpe y que algo nos detuvo. Un Chrysler rojo accidentado en la cuneta hizo las veces de barrera. Bajamos a comprobar que nuestro coche no tenía daños. Recogimos al conductor del Chrysler. Le acercamos al pueblo más cercano. Continuamos nuestro camino hasta llegar a casa. El transistor en mis rodillas captaba cada vez más nítidas las emisoras conocidas.

No vi más nieve hasta muchos años después. Acababa de obtener el carnet de conducir y me hice con el auto de mi padre para salir de paseo ese sábado. No me importaron los avisos de la radio. Conduje derecho a la Teixeta. Por la noche había nevado, pero la sal y las quitanieves mantenían la calzada en unas buenas condiciones. Recuerdo mucha niebla y esa misma sensación que ya viví veinte años antes. La radio del coche no captaba apenas nada en la FM. Conduje lentamente entre interferencias y vehículos anclados en la cuneta. Me detuve en una curva para mirar la carretera vieja. Tramos de asfalto inconexo serpenteaban entre la niebla, la nieve, los matorrales y las tierras de cultivo. La nieve crepitaba bajo mis pies y una voz irreconocible lo hacía en los altavoces de mi coche rojo.

domingo, junio 25, 2006

twilight zone

Estrellamos el auto incluso antes de salir de la ciudad. Un pequeño golpe, apenas nada, pero el eje delantero se quebró. Nos quedamos allí sentados, riendo, mirando al mar, como si eso fuera justo lo esperado, lo que venía después. Invitamos al chaval del coche negro a que se uniera a nuestra fiesta. No teníamos dinero, no teníamos alojamiento, no teníamos noción de donde estábamos, no hablábamos su idioma. Tratábamos en vano de arrancarle una invitación, de que nos sacara de allí y nos metiera en una fiesta, en una casa, en un lugar seguro donde reír y echar la siesta. Parecía confuso y resignado, pero no lo bastante. Tras un buen rato llegó la grúa. Un hombre alto y ancho con aspecto hindú cargó las maletas en el camión y nos llevó de vuelta al centro. Bajamos junto al río y nos pusimos en marcha, buscando algún lugar donde pasar la noche. Todo sucedió naturalmente, porque la ciudad no podía dejar que nos marcháramos. Y lo sabías. Habíamos sido demasiado felices.

24-6

Venía todos los veranos, alta y rubia, la nariz chata, los ojos claros, pareo morado, bikini rojo, una toalla y un libro. Se sentaba a mirar las olas, leer y dormir. De vez en cuando se levantaba, iba hacia el agua, nadaba un buen rato, volvía a la playa. Jamás cruzamos palabra alguna. De vez en cuando un leve gesto con la cabeza y una sonrisa de reconocimiento. Así año tras año. A veces tenía mujer. A veces no. Pero siempre fui sólo a esa playa.

viernes, junio 23, 2006

serpientes

Le despertó la voz de la mujer en la cocina. Raramente lograba dormir si no era solo, sin embargo, por la luz, debía ser más de mediodía.

- ¿Donde está la cafetera?

Nadie le había enseñado a mirar alrededor. Todo estaba adentro suyo. Y ni siquiera allí en orden. Nunca había sabido cuidarse. No pensaba quedarse aquí lo bastante para echar eso de menos. Sentía un permanente estado de tránsito en el que no merecía la pena preocuparse por nada. Las casas, los trabajos, los amigos, las mujeres, no importaba en cuanto tiempo, horas, días, décadas, pero todo tenía que pasar. La provisionalidad le exasperaba a veces. Pero sin ese sentimiento dejaría de respirar.

- ¿Y las tazas?
- Hay vasos en el fregadero.
- ¿Pero, y las tazas? Quiero una taza para el café.
- Hay vasos en el fregadero. No hay tazas ni vasos limpios.
- Y no encuentro la cafetera. Y la cocina está sucia. ¿Cómo puedes tener esto tan sucio?
- Hay azúcar en el estante. Leche en la nevera. Café instantáneo. Sírvete el agua directamente del grifo, si vas a tomarlo solo. Nadie se ha duchado todavía. El termo rebosa de agua caliente.

Se dio la vuelta en la cama. Apoyó el rostro contra la almohada. Aspiró con todas sus fuerzas. Cómo explicar que no iba a quedarse. Que no le importaba aquella casa. La cocina, el fregadero, las incomodidades. Era nada más una estación.
Escuchó el grifo que se abría. Se incorporó. Se acercó a la ventana. Abrió. Se asomó. Pese a todo le gustaba esta casa. Le gustaba la luz. La calle. La pereza soleada de los domingos por la mañana.

- No te quejes tanto. No vas a quedarte aquí.

Habló sin volverse hacia la habitación. Como hablándole a la calle. Al armazón del edificio que crecía frente a él. Pronto rebasaría la altura de su ventana. Cuando le robara la luz, había decidido, no tendría sentido continuar en esa casa.

- ¿Cómo dices?

La mujer se asomo. Un vaso húmedo en la mano. Sonreía divertida, como esperando de él alguna de sus gracias.

- Nadie va a quedarse aquí lo bastante para echar nada de menos. Ni el orden. Ni las tazas. Ni el café.

Una motocicleta a escape libre llenó con estruendo lo que podría haber sido una pausa incómoda. Él se había vuelto a mirarla. Algo de comprensión. Algo de calor. Algo de violencia. Algo de despedida. Volvió a sentarse en la cama. Se levantó y buscó la ropa en el desorden de la cómoda. Afuera la mujer seguía moviéndose. Se demoró cuanto pudo. Como si vestirse representara un esfuerzo enorme. Como si fuera parte de un antiguo ritual donde todo era dulzura y abandono. Mientras se ponía la ropa imitaba distraído los sonidos de animales.

Cuando entró en el comedor, en la televisión una serpiente reptaba veloz sobre las dunas. Ella estaba sentada en el sofá. Un vaso de café con leche en la mesa, sobre el periódico de ayer.

- Yo me voy.- Dijo él

La mujer se encogió de hombros. Tomó un sorbo del vaso, lenta y delicadamente, como lo haría una gran dama en presencia de la corte. Se recostó en el sofá. Le devolvió la mirada.

- Me gustan mucho los documentales.

jueves, junio 22, 2006

nevermind the gaps

Meses enteros de los que no va a quedar nada. Un resplandor de risa y pasto. Juegos que nada más yo entiendo. Nunca olvidéis lo que sabemos hacer.

miércoles, junio 14, 2006

berlín está demasiado cerca

Quiero una casa en Berlín.

La mujer acaricia con los dedos la superficie de la mesa.

Quiero una casa en Berlín y que todos me dejen en paz.

El autobús para y se aleja. Nadie dice nada. Nos quedamos contemplando el atasco de las tres.

Yo no quiero una casa en Berlín.

Yo quiero un bar y cerveza fría al atardecer. Cuando hablas de Berlín yo veo bares. Veo los bares de hace tiempo. La luz dorada de los días deliberadamente desperdiciados.

Y sin embargo Berlín. Sentados en un carnaval de la Yorckstrasse. Las grúas. Los rascacielos. Los edificios condenados.

Las ventanas espejadas en bronce del palacio de la república.

La luz que antes era color de miel y se vuelve del color del olor de las manzanas.

y una frase de carver en el corcho

Se cubrió el rostro con las manos, conteniendo la risa, o el llanto, o lo que quiera que fuera lo que le agarraba la garganta. Contuvo la respiración, dos o tres segundos. Cerró los ojos. Permaneció así hasta estar seguro de que la puerta se cerraba, el ascensor bajaba cuatro pisos, la puerta de la calle se abría, un coche silencioso se perdía en el domingo soleado. En adelante, tratará de no pensar.

martes, junio 13, 2006

the moon looks down and laughs

Recuerdo la noche en que un chico blanco se quedaba por allí sólo para fastidiarme. Cuando yo empezaba a cantar Strange Fruit él empezaba a hacer ruido, golpear las copas, llamarme negrita e insultar a todos los cantantes negros.
Después de dos funciones así, estaba dispuesta a a abandonar. Sabía que de lo contrario, la tercera vez que ocurriera le arrojaría algo a la cara a ese cretino e iría a parar a una cárcel de San Fernando, estilo rancho. No tenía ni quince centavos encima y no sabía cómo saldría del valle, pero estaba decidida a largarme.
Entonces intervino Bob Hope. Se acercó a mí, bendito sea, con Jerry Colonna y Judy Garland. Nunca olvidaré esa noche.
-Oye, tienes que salir y cantar –dijo Hope-. Si ese hijo de puta dice algo yo me ocuparé de él.
Hice lo que me dijo y él también lo hizo. Aquello se convirtió en un auténtico revoltijo. Cuando el chico empezó a molestar, dejé de cantar y Bob entró en escena. Intercambió insultos con el cretino hasta que le pareció que éste tenía suficiente. Cuando Bob acabó con él volví a cantar.
Después del último bis, el público rugía y aplaudía a rabiar. Bob Hope me estaba esperando en el comedor, con una botella de champán en un cubo con hielo. No me gustaba el champán pero esa noche bebí. Tras echar un par de tragos, paseé la mirada a mi alrededor y vi que todos los espejos temblaban, que las arañas de las luces oscilaban.
-Hombre, esto si que es fuerte –le dije. Cogí la copa y la levanté para brindar con él. Tuve la impresión de que estaba algo pálido-. Oye, Bob, yo no suelo beber demasiado y este se me ha subido a la cabeza.
Él me miró asombrado y dijo:
-¿No sabes que acabamos de sufrir uno de los peores terremotos que ha habido por aquí?

Billie Holiday
(Lady sing the blues)

lunes, junio 12, 2006

8/6/06

"Podeu tossir, no passeu pena"
(Pau Debon)


I una manera de mirar de costat quan passava en tren per Sant Adrià, maquillatge i tatús a la mirada, fum de maria, carrers assolellats i vent de mar. Veus que la casa s'adorm quan arriba l'hora baixa. Veus les manetes del rellotge que s'empaiten i tu fugint d'estudi com si no anés per tu la cosa. Però si. Però no. Però sempre focs i joguines i colònies, asteroides, persecucions, música quantica, culleretes de cafè dringant en un estadi. Submarins i observatoris, ornitologia, calamitats i guerra nuclear. Podeu tossir, no passeu pena, som una penya molt normal, no som els rolling, no som Tortoise, no som Madonna, només som qui som. I les entrades al tercer pis, lavabos, i guardarrobes, tot de pura autogestió, i tots seiem i això és molt alt i perdoneu que no em presenti, vosaltres sou els Antònia i jo un capullo marcianoide, una patxanga, festa major, suc de taronja, fum de maria. I en Joan Miquel és com James Iha i en Pau Debon és com Chayanne i l'Auditori un theremin i ulleres de pasta, al·lotes entregades, barbes, bigotis, samarretes, marcianitos, menjaboires, tastaolletes, robots, mecànics, pescadors i lladres i lletraferits. Bambú. Llapis de llavis. Tiramisú. Les deu i serè vent de garbí, sants a l'escala, gos, matalassos i piscines de iogurt. Per començar tocant bambú. El guitarra és un shoegazer i el cantant és narrador i el teclista és epil·lèptic i el bataca és al seu mon i els llums apagats i els focus de colors i tot ben blau, un fons marí, botes i cactus, anís, marisc, sirenes, la lluna, el seu reflexe i les bestioles abissals, platja nudista. arena blanca, tovalloles, ikeas i viatges, la guerra guanyada ja ben d'hora, i quan va sortir el sol ja amortitzavem el metro i les cadires. I un esperit de terminator, d'abeja maya, d'Albert Plà i de Jaume Sisa, de Tiersen, de Comelade, i de Pixies i de guarres, de fulanes, astronautes i piròmans, un esperit del bosc, i lloguers, i dames d'aigua, de sucs de coco i de vi negre, i merles, i cloisses, inspectors de sanitat, hotels, peixos, peixets, taurons i fils de coco, confit de mans, universos, asteroides, mil cent cincuanta condons, un esperit de festa, d'embussos i codonys, un esperit de Stevie Wonder, de bossa nova, Abba, Cortázar, Monterrosso i la Orquesta Cimarron. I dos moments d'instrumental. En el primer quan en Pau marxa, l'univers és una fera i la fe crema l'Auditori. I miro plànols de carretera, plànols de metro, plànols d'aeroport, penso, em rasco, canturrejo, penso que tios, ves que resulta que en escena esteu molt bons.

siniestro naïf

Hilary went to the Catholic Church because she wanted information
The vicar, or whatever, took her to one side and gave her confirmation
Saint Theresa's calling her, the church up on the hill is looking lovely
But it DIDN'T interest, the only things she wants to know is
How and why and WHEN and WHERE to go
How and why and WHEN and WHERE to follow

How and why and WHEN and WHERE to go
How and why and WHEN and WHERE to follow

But if you are feeling sinister
Go off and see a minister
He'll try in vain to take away the pain of being a hopeless unbeliever

(Belle and Sebastian)

miércoles, junio 07, 2006

tonya waters

No tardé en acompañar a mi hermano en sus escapadas por los videoclubs. Por las mañanas, en horario escolar, mientras los jóvenes de nuestra edad se dedicaban a estudiar o a robar o a drogarse o a prostituirse, yo empecé a frecuentar los videoclubs del barrio y de los barrios vecinos, al principio con mi hermano, que intentaba encontrar las películas perdidas de Tonya Waters, una actriz porno de la que se había enamorado y cuyas peripecias empezaba a saber de memoria, y después sola, aunque yo no alquilaba películas porno salvo cuando mi hermano me encargaba alguna en especial, por ejemplo alguna de Sean Rob Wayne, que había trabajado en dos ocasiones con Tonya Waters y que por este único motivo su carrera cinematográfica adquiría para mi hermano una relevancia particular, como si todo aquel que hubiese tenido relación con la Waters se hiciera automáticamente acreedor de su atención.
Sin sorpresa descubrí que me gustaban los videoclubs. Los de nuestro barrio no tanto, pero los de los otros barrios mucho. En eso me diferenciaba de mi hermano, que sólo iba a los videoclubs que quedaban cerca de casa o en el camino entre la casa y el gimnasio donde trabajaba. La familiaridad, a mi pobre hermano, le hacía bien.
A mí, por el contrario, me gustaba entrar en lugares desconocidos, establecimientos plastificados, higiénicos, con muchos clientes, o establecimientos de ínfima categoría, con un empleado solitario de origen balcánico o asiático, donde nadie sabía nada de mí. En esos días experimenté algo que se parecía si no a la felicidad, sí al entusiasmo, caminando al azar por calles que antes no frecuentaba y que indefectiblemente terminaban en la Via Tiburtina o en el Parco di Traiano. A veces entraba en un videoclub y me pasaba más de media hora mirando los aparadores llenos de carátulas de películas y luego me iba sin haber alquilado nada, no porque no me hubiera gustado ninguna, sino porque no tenía dinero.
En otras ocasiones, sin pensar en las consecuencias, alquilaba dos películas a la vez. Era omnívora: me gustaban las películas de amor (que casi siempre me hacían reír), las de terror clásico, el cine gore, las de terror psicológico, las de terror policial, las de terror bélico. A veces me quedaba sentada largo rato en el puente Garibaldi o en una banca de la isla Tiberina, junto al viejo hospital, y examinaba las carátulas de las películas como si fueran libros.
Algunos coches disminuían la velocidad cuando pasaban a mi lado. Oía murmullos a los que no prestaba atención. Generalmente bajaban la ventanilla y decían cualquier cosa, una promesa, y luego seguían de largo. Había coches que pasaban y no se detenían. Había coches que pasaban con las ventanillas ya bajadas y con jóvenes en su interior que gritaban «fascismo o barbarie» y que también seguían de largo. Yo no los miraba. Yo miraba las aguas del río y las carátulas de mis películas y trataba de olvidar las pocas cosas que sabía.

Roberto Bolaño
"Una novelita lumpen"

ruedas

Lo sigues apretando, cabrón, llevas horas apretando, jamás cederá, estás poniendo todo tu empeño, estás sudando, gritando, maldiciendo, pero no harás que ceda, estás apretando, jamás saldremos de aquí hijo de puta, estás apretando la rueda, empeñado en saberlo hacer todo, se ha hecho de noche, los niños estarán intranquilos, ha sido un día terrible, estamos en esta carretera de mierda, joder, ¿cuánto hace que no has visto pasar a nadie? Y tú apretando, por no hacerme caso, porque ni sabes sacar cuatro tuercas, es así de sencillo, no sabes sacar cuatro tuercas porque no sabes reconocer un error, llevas horas sin contestarme, empeñado en soltar el puto tornillo que fija la llanta y cambiar la puta rueda, ¿y qué has conseguido? Nada. Exasperarme. Llegar tarde a casa. Que los niños llegaran de la escuela y se pongan nerviosos. Que los que se pararan a ayudarnos se largaran nada más verte la cara. ¿Te has visto la cara? ¿Has visto qué cara de loco? ¿Has pensado alguna vez lo terco que eres?

lunes, junio 05, 2006

frutas

Adora el tacto de los melocotones, pero no su olor, por alguna razón siempre le ha resultado insoportable. Apoyada la espalda en la pared, cierra los ojos y vuelve la cara hacia el sol. El viejo se está muriendo. No hoy, no mañana, no la semana que viene. Pero se está muriendo. Su familia está en la casa y pretende ignorarlo, pero le cubren de atenciones. Él aguarda en la calle, acariciando los melocotones.

Ha visto a otros morirse, sabe como suceden estas cosas. La enfermedad avanza de manera imperceptible hasta el punto de no retorno. Una vez allí todo se precipita. El corazón empezará a fallar, los pulmones se llenarán de líquido, los riñones apenas podrán ya filtrar la sangre, el cáncer se lo habrá comido. Todos fingen ignorarlo. Él conoce los signos. Acaricia la fruta madura y entorna la mirada y se vuelve con los aviones lentamente hacia el oeste. Primero el destello, luego el estruendo amortiguado por la distancia. Lentos y pesados separándose del suelo, hasta perderse y desaparecer. Otros atraviesan el cielo en lo más alto. Suaves. Silenciosos.
Cuando murió su bisabuela él era apenas un niño. Tenía ocho años y entraba en su habitación como solía para jugar con ella. El olor de la enfermedad se hacía cada vez más patente, para él era el olor de los dulces de café y las fotos que guardaba en los cajones. Olor a dulces y monedas. Cuando iban a llevársela, recuerda, irrumpió en la habitación sin que nadie pudiera detenerlo. Se quedó mirando como apartaban la sábana que cubría el cadáver y se disponían a introducirlo en el ataúd. Con los ojos muy abiertos capturó toda la escena y se sintió aliviado. La muerte no parecía tan terrible como solía parecer en la tele.

Deja el melocotón en su caja. Lo vuelve a agarrar. Uno en cada mano. Los sopesa, los compara, los levanta hacia la luz, los contempla absorto unos momentos, vuelve a dejarlos en su lugar. Con sumo cuidado. No agarrarlos demasiado fuerte, no manejarlos bruscamente. De otra forma se estropean. Manchas negruzcas dibujarían sus dedos. Avanzarían lentamente. La fruta se echaría a perder. Todo empieza cuando no eres cuidadoso. Pronto el resto ya no vale para nada. No puede venderse y habrá que desecharla en parte cuando vayas a comerla. Una nube de pájaros proyecta sombras contra el suelo. Se echa hacia atrás, la cabeza en el muro encalado. El sol y la brisa. El olor de los melocotones. La sangre que corre dulcemente por sus venas y no va a detenerse. El rumor de la vida en el interior de la casa. Deliberadamente al márgen. La tierra late por instinto.

Y cierra los ojos y quiere retomar el hilo de sus pensamientos. Piensa en la muerte y en los olores. En los signos reconocibles a los que tan acostumbrado le tiene su trabajo. La gente se muere. Es así. Y aún sin morirse desaparece. Nada se puede hacer por atraparlo, por medirlo, por imitarlo, por reproducirlo. La vida entera es un hotel.

Deberías grabarlos, le dijo alguien. Entrevistar a la gente. Grabarlos en vídeo. Es una pena que se pierda, eso debe ser guardado, conservado, transmitido. Para que no se pierda.

Imagina una cámara frente a él y trata de repetir las palabras que diría, lo que contaría, lo que valdría la pena conservar de su existencia, lo que debe transmitirse, lo que dé la justa medida, lo que permita reproducirlo. Pero nunca logró creer en el método científico.

Su abuela Inés, por ejemplo, murió el día de su 28 cumpleaños. Fue repentino. Algo estalló en su cabeza. Un dolor terrible y dos horas de agonía. Hemorragia subaracnoidea. Cuando llegó el pulso era débil, la respiración irregular. El médico no había querido trasladarla al hospital. La familia esperaba su opinión. Estuvo de acuerdo. Tranquilizó a todo el mundo. Se sentó en el salón junto a la chimenea hasta que todo acabara. Atizó el fuego como solía hacer desde pequeño. Recorrió con los dedos el contorno de la pared bajo el papel pintado. Encontraría esa grieta hasta con los ojos cerrados.

En el 38 la aviación franquista había bombardeado esa casa. En la pared, junto a la chimenea, existía un habitáculo ciego. Allí guardaron el dinero, las joyas y las acciones de los terratenientes para los que siempre había trabajado su familia. Se accedía por un pequeño hueco no mayor que la mano. De todo aquello sólo quedó una mujer con un niño pequeño en brazos acurrucada en el hueco de la escalera.
El niño no era su padre.

La mujer salvo la cabeza aquella tarde. Ardieron el dinero y las joyas. Se refugió en la montaña hasta el final de la guerra. Reconstruyeron la casa.

En el 98 un hombre acariciaba la pared y buscaba una grieta.

El calor de Agosto, un día hermoso, la luz, los olores, el tacto del melocotón, las aves, el bullicio de la casa, la brisa, los aviones. Una enorme caja de resonancia. No. No iba a grabar nada. La historia se construye en torno a círculos concéntricos que avanzan desde y hasta el infinito. El método científico no sirve. Apartado del bullicio se sintió una gran caja de resonancia. Era todo el saber que importa.

Se aleja de la casa paseando, arranca briznas de hierba, las deja escaparse entre los dedos, se huele las manos. Trata de pensar cual es su onda. Cual es su eco. Cuales son las claves de lo que emite. Teme que nunca vaya a saber explicarse.

Paso ligero entre frutales. Aquella vez que se perdió. Su vida de ahora, su casa en Barcelona. La evasión. La contínua evasión. Una vida deslavazada y en aparente desorden. Quien va a contarte todo esto.

Su vida en Barcelona. Pasear por el Eixample. Los meses trabajando en el Eixample. Las puertas de hierro, las casas señoriales.

Herminia trabajaba en el Eixample. Una sirvienta eficaz. Una buena casa. La señora siempre enferma, un matrimonio sin hijos. El ama de llaves. El doctor siempre a la puerta. Buena comida y buen cobijo. Inexplicablemente fue enfermando. Cada vez más débil. Pálida, ojerosa, desganada. Presa de un sueño incontenible del que regresaba peor que antes. Dolores de cabeza. Nunca buena para nada.

Se sienta bajo los frutales. La luz golpea la casa, los aviones siguen su curso, la autovía es un rumor cada vez más perceptible. Siente que no queda nada que salvar. Y hasta cierto punto el mundo se vuelve ligero. Cáncer, explosiones, bombarderos. Vida tranquila en Barcelona. Acaricia distraído la tierra blanca. Las piedras están ardiendo.

El niño que se salvó del bombardeo moriría a los tres meses de difteria. No puede ser reconstruido, no se le puede regresar, no se le puede interrogar. Es el eco en blanco y negro de una ausencia.

Cuando vuelva a la casa acariciará las paredes. La pared blanca de la entrada y los cuadros del comedor. La piedra desnuda y fresca de la columna en la porchada. Se mantendrá al margen de todos. Entrará en las habitaciones. La que ocupaba en los veranos cuando niño. La que pertenecía a sus padres. La que encierra todos los libros. La que ocupó su bisabuela hasta morir. Todavía fotos viejas y algún recuerdo. Una joven enferma y ojerosa. Poco después perdió su empleo, demasiado enferma para mantenerse se vio obligada a regresar al pueblo. Le contaron más tarde que cada noche la sangraban. Una vez narcotizada entraba el médico en su habitación. Así era como trataban de mejorar la frágil naturaleza de la dueña de la casa.