lunes, junio 05, 2006

frutas

Adora el tacto de los melocotones, pero no su olor, por alguna razón siempre le ha resultado insoportable. Apoyada la espalda en la pared, cierra los ojos y vuelve la cara hacia el sol. El viejo se está muriendo. No hoy, no mañana, no la semana que viene. Pero se está muriendo. Su familia está en la casa y pretende ignorarlo, pero le cubren de atenciones. Él aguarda en la calle, acariciando los melocotones.

Ha visto a otros morirse, sabe como suceden estas cosas. La enfermedad avanza de manera imperceptible hasta el punto de no retorno. Una vez allí todo se precipita. El corazón empezará a fallar, los pulmones se llenarán de líquido, los riñones apenas podrán ya filtrar la sangre, el cáncer se lo habrá comido. Todos fingen ignorarlo. Él conoce los signos. Acaricia la fruta madura y entorna la mirada y se vuelve con los aviones lentamente hacia el oeste. Primero el destello, luego el estruendo amortiguado por la distancia. Lentos y pesados separándose del suelo, hasta perderse y desaparecer. Otros atraviesan el cielo en lo más alto. Suaves. Silenciosos.
Cuando murió su bisabuela él era apenas un niño. Tenía ocho años y entraba en su habitación como solía para jugar con ella. El olor de la enfermedad se hacía cada vez más patente, para él era el olor de los dulces de café y las fotos que guardaba en los cajones. Olor a dulces y monedas. Cuando iban a llevársela, recuerda, irrumpió en la habitación sin que nadie pudiera detenerlo. Se quedó mirando como apartaban la sábana que cubría el cadáver y se disponían a introducirlo en el ataúd. Con los ojos muy abiertos capturó toda la escena y se sintió aliviado. La muerte no parecía tan terrible como solía parecer en la tele.

Deja el melocotón en su caja. Lo vuelve a agarrar. Uno en cada mano. Los sopesa, los compara, los levanta hacia la luz, los contempla absorto unos momentos, vuelve a dejarlos en su lugar. Con sumo cuidado. No agarrarlos demasiado fuerte, no manejarlos bruscamente. De otra forma se estropean. Manchas negruzcas dibujarían sus dedos. Avanzarían lentamente. La fruta se echaría a perder. Todo empieza cuando no eres cuidadoso. Pronto el resto ya no vale para nada. No puede venderse y habrá que desecharla en parte cuando vayas a comerla. Una nube de pájaros proyecta sombras contra el suelo. Se echa hacia atrás, la cabeza en el muro encalado. El sol y la brisa. El olor de los melocotones. La sangre que corre dulcemente por sus venas y no va a detenerse. El rumor de la vida en el interior de la casa. Deliberadamente al márgen. La tierra late por instinto.

Y cierra los ojos y quiere retomar el hilo de sus pensamientos. Piensa en la muerte y en los olores. En los signos reconocibles a los que tan acostumbrado le tiene su trabajo. La gente se muere. Es así. Y aún sin morirse desaparece. Nada se puede hacer por atraparlo, por medirlo, por imitarlo, por reproducirlo. La vida entera es un hotel.

Deberías grabarlos, le dijo alguien. Entrevistar a la gente. Grabarlos en vídeo. Es una pena que se pierda, eso debe ser guardado, conservado, transmitido. Para que no se pierda.

Imagina una cámara frente a él y trata de repetir las palabras que diría, lo que contaría, lo que valdría la pena conservar de su existencia, lo que debe transmitirse, lo que dé la justa medida, lo que permita reproducirlo. Pero nunca logró creer en el método científico.

Su abuela Inés, por ejemplo, murió el día de su 28 cumpleaños. Fue repentino. Algo estalló en su cabeza. Un dolor terrible y dos horas de agonía. Hemorragia subaracnoidea. Cuando llegó el pulso era débil, la respiración irregular. El médico no había querido trasladarla al hospital. La familia esperaba su opinión. Estuvo de acuerdo. Tranquilizó a todo el mundo. Se sentó en el salón junto a la chimenea hasta que todo acabara. Atizó el fuego como solía hacer desde pequeño. Recorrió con los dedos el contorno de la pared bajo el papel pintado. Encontraría esa grieta hasta con los ojos cerrados.

En el 38 la aviación franquista había bombardeado esa casa. En la pared, junto a la chimenea, existía un habitáculo ciego. Allí guardaron el dinero, las joyas y las acciones de los terratenientes para los que siempre había trabajado su familia. Se accedía por un pequeño hueco no mayor que la mano. De todo aquello sólo quedó una mujer con un niño pequeño en brazos acurrucada en el hueco de la escalera.
El niño no era su padre.

La mujer salvo la cabeza aquella tarde. Ardieron el dinero y las joyas. Se refugió en la montaña hasta el final de la guerra. Reconstruyeron la casa.

En el 98 un hombre acariciaba la pared y buscaba una grieta.

El calor de Agosto, un día hermoso, la luz, los olores, el tacto del melocotón, las aves, el bullicio de la casa, la brisa, los aviones. Una enorme caja de resonancia. No. No iba a grabar nada. La historia se construye en torno a círculos concéntricos que avanzan desde y hasta el infinito. El método científico no sirve. Apartado del bullicio se sintió una gran caja de resonancia. Era todo el saber que importa.

Se aleja de la casa paseando, arranca briznas de hierba, las deja escaparse entre los dedos, se huele las manos. Trata de pensar cual es su onda. Cual es su eco. Cuales son las claves de lo que emite. Teme que nunca vaya a saber explicarse.

Paso ligero entre frutales. Aquella vez que se perdió. Su vida de ahora, su casa en Barcelona. La evasión. La contínua evasión. Una vida deslavazada y en aparente desorden. Quien va a contarte todo esto.

Su vida en Barcelona. Pasear por el Eixample. Los meses trabajando en el Eixample. Las puertas de hierro, las casas señoriales.

Herminia trabajaba en el Eixample. Una sirvienta eficaz. Una buena casa. La señora siempre enferma, un matrimonio sin hijos. El ama de llaves. El doctor siempre a la puerta. Buena comida y buen cobijo. Inexplicablemente fue enfermando. Cada vez más débil. Pálida, ojerosa, desganada. Presa de un sueño incontenible del que regresaba peor que antes. Dolores de cabeza. Nunca buena para nada.

Se sienta bajo los frutales. La luz golpea la casa, los aviones siguen su curso, la autovía es un rumor cada vez más perceptible. Siente que no queda nada que salvar. Y hasta cierto punto el mundo se vuelve ligero. Cáncer, explosiones, bombarderos. Vida tranquila en Barcelona. Acaricia distraído la tierra blanca. Las piedras están ardiendo.

El niño que se salvó del bombardeo moriría a los tres meses de difteria. No puede ser reconstruido, no se le puede regresar, no se le puede interrogar. Es el eco en blanco y negro de una ausencia.

Cuando vuelva a la casa acariciará las paredes. La pared blanca de la entrada y los cuadros del comedor. La piedra desnuda y fresca de la columna en la porchada. Se mantendrá al margen de todos. Entrará en las habitaciones. La que ocupaba en los veranos cuando niño. La que pertenecía a sus padres. La que encierra todos los libros. La que ocupó su bisabuela hasta morir. Todavía fotos viejas y algún recuerdo. Una joven enferma y ojerosa. Poco después perdió su empleo, demasiado enferma para mantenerse se vio obligada a regresar al pueblo. Le contaron más tarde que cada noche la sangraban. Una vez narcotizada entraba el médico en su habitación. Así era como trataban de mejorar la frágil naturaleza de la dueña de la casa.

No hay comentarios: