miércoles, junio 07, 2006

tonya waters

No tardé en acompañar a mi hermano en sus escapadas por los videoclubs. Por las mañanas, en horario escolar, mientras los jóvenes de nuestra edad se dedicaban a estudiar o a robar o a drogarse o a prostituirse, yo empecé a frecuentar los videoclubs del barrio y de los barrios vecinos, al principio con mi hermano, que intentaba encontrar las películas perdidas de Tonya Waters, una actriz porno de la que se había enamorado y cuyas peripecias empezaba a saber de memoria, y después sola, aunque yo no alquilaba películas porno salvo cuando mi hermano me encargaba alguna en especial, por ejemplo alguna de Sean Rob Wayne, que había trabajado en dos ocasiones con Tonya Waters y que por este único motivo su carrera cinematográfica adquiría para mi hermano una relevancia particular, como si todo aquel que hubiese tenido relación con la Waters se hiciera automáticamente acreedor de su atención.
Sin sorpresa descubrí que me gustaban los videoclubs. Los de nuestro barrio no tanto, pero los de los otros barrios mucho. En eso me diferenciaba de mi hermano, que sólo iba a los videoclubs que quedaban cerca de casa o en el camino entre la casa y el gimnasio donde trabajaba. La familiaridad, a mi pobre hermano, le hacía bien.
A mí, por el contrario, me gustaba entrar en lugares desconocidos, establecimientos plastificados, higiénicos, con muchos clientes, o establecimientos de ínfima categoría, con un empleado solitario de origen balcánico o asiático, donde nadie sabía nada de mí. En esos días experimenté algo que se parecía si no a la felicidad, sí al entusiasmo, caminando al azar por calles que antes no frecuentaba y que indefectiblemente terminaban en la Via Tiburtina o en el Parco di Traiano. A veces entraba en un videoclub y me pasaba más de media hora mirando los aparadores llenos de carátulas de películas y luego me iba sin haber alquilado nada, no porque no me hubiera gustado ninguna, sino porque no tenía dinero.
En otras ocasiones, sin pensar en las consecuencias, alquilaba dos películas a la vez. Era omnívora: me gustaban las películas de amor (que casi siempre me hacían reír), las de terror clásico, el cine gore, las de terror psicológico, las de terror policial, las de terror bélico. A veces me quedaba sentada largo rato en el puente Garibaldi o en una banca de la isla Tiberina, junto al viejo hospital, y examinaba las carátulas de las películas como si fueran libros.
Algunos coches disminuían la velocidad cuando pasaban a mi lado. Oía murmullos a los que no prestaba atención. Generalmente bajaban la ventanilla y decían cualquier cosa, una promesa, y luego seguían de largo. Había coches que pasaban y no se detenían. Había coches que pasaban con las ventanillas ya bajadas y con jóvenes en su interior que gritaban «fascismo o barbarie» y que también seguían de largo. Yo no los miraba. Yo miraba las aguas del río y las carátulas de mis películas y trataba de olvidar las pocas cosas que sabía.

Roberto Bolaño
"Una novelita lumpen"

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