martes, julio 04, 2006

afeitarse

Recuerda cuando te afeitaste la cabeza

Me acuerdo

Fue por eso

No, no fue por eso. No fue por mi pelo.

¿Porqué entonces? Nunca antes te había pasado, y no te ha vuelto a suceder.

Éramos cuatro forasteros atravesando el monte hacinados en un coche, desaliñados y con cara de pocos amigos.

¿Resacosos?

Resacosos. Cansados. Sin duchar, sin afeitar, sin habernos cambiado la ropa en dos días. Nos quedaba poco dinero y comíamos cualquier cosa, lo guardábamos para gasolina y txakolí. La primera noche se nos dio bien con las chicas, la novedad o algo de eso, la segunda flojeamos, a la tercera nos dedicamos más que nada a beber y hacer el vago, a partir de ahí nada más pensábamos en comernos una tapa y marcharnos sin pagar. Lo estábamos pasando bien. Por el día recorríamos la costa. Nos parábamos en cualquier playa. Echábamos la siesta. Comíamos. Por la noche buscábamos alguna casa de huéspedes, al otro lado de la cordillera litoral. Llégábamos tarde, nos metíamos directamente en la cama, dormíamos hasta las siete. S. siempre nos despertaba hacia las siete. Hacía sol afuera, era hermoso, estábamos agotados, apenas nos duchábamos, habíamos dejado de afeitarnos hacia mediados de la primera semana, ya no pensábamos en chicas ni en beber, sólo estábamos ahí, en una casa en el campo, oliendo a vaca, conduciendo por el monte, en constante movimiento. Eso era todo. Aire, sol, espacio y movimiento.

Y os paró la guardia civil

Al volver hacia la costa, en lo alto del puerto. Un control de carretera. Nos pararon. Nos hicieron bajar del coche. Todo el rato apuntándonos con la metralleta. No exactamente apuntándonos. Ya sabes lo que quiero decir. Asiendo la metralleta con ambas manos, en ese gesto atento de cazador, ese gesto que habla de una muerte violenta en estado de latencia. Nos bajamos con cuidado, educadamente, tratando de explicar. No querían explicaciones. Querían documentos. Y registrar el auto. Mi DNI llevaba meses caducado. Lo comprobaron varias veces por la radio. Dos de ellos registraban minuciosamente el coche. La guantera, las mochilas, los bolsillos de nuestras cazadoras. A Germán le cachearon. Era una situación extraña. No había nada personal en ella. Nada humano. Se limitaban a cumplir con la rutina, una rutina vigilante. Nosotros nos amoldamos a nuestro papel, sin que nadie nos enseñara qué hacer. Al acabar nos montamos en el coche. Conducimos en silencio durante un rato, sin un plan establecido. Nos detuvimos en un pueblo de pescadores. Cerca de la playa había un islote, unido al pueblo por una pasarela. La marea estaba baja. La pasarela era transitable. Aparcamos en el puerto. Compramos comida en un supermercado. Cerveza y todo eso. Atravesamos caminando la pasarela. Resbalando aquí y allá con el suelo mojado y los restos de algas muertas. En el islote nos sentamos sobre una roca, bajo los pinos. A nuestras espaldas el Atlántico. El rumor del Atlántico. El viento fuerte y frío del Atlántico. Enfrente la costa. Las montañas. Los acantilados. El pueblo. El puerto. La gente. El destello de algún coche circulando por la carretera de la costa, allá lejos, cuando le daba el sol en una curva. El destello del sol en nuestro coche sucio, aparcado en el pueblo. Tratar de reconocerlo desde allí. Reconocer el coche y el pueblo y la tierra firme mientras subía la marea. Mientras la marea nos iba dejando atrás en el islote. Mientras el mundo se aislaba de mí ahí afuera.

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